10 de Abril 2007
Era un chico de ciudad. Vivía con su madre, una mujer inquieta que siempre había tenido la intención, y de alguna manera lo había logrado, trascender los cánones de su edad. Esto explica que a los cuarenta años vistiera faldas demasiado ajustadas y zapatos excesivamente altos.
Compartían un pequeño departamento en el pupo del centro, con pocas cosas y bastante espacio. Insuficiente luz y mucho silencio.
Él siempre fue un chico normal. Ni flaco, ni gordo, ni bajo, ni alto. Con pocas luces y ningún reflejo, tenia algunos amigos y ninguna inquietud.
Así transcurría su vida hasta el fatídico día en que por un grave error al que todavía no se le ha encontrado explicación ni causa, él, el chico más normal del mundo, se enfrentó con un libro.
Y digo “enfrentó” porque, como tantas otras veces en que volaban hojas sueltos de algún ejemplar desmembrado, su frente fue destino no de un borrador, esta vez, sino de un libro, enterito y todo.
Golpe certero que algo debe haberle desacomodado, porque así como cayó sobre sus piernas, lo empezó a leer y no paró más.
Leía en el colegio, en clases, en los recreos, en el colectivo, mientras caminaba, cuando comía, antes de dormir, después de dormir y alguna que otra vez se encontró leyendo y soñando al mismo tiempo.
Su madre ya se había olvidado de cómo sonaba su voz. A sus preguntas él se limitaba a responder con su cabeza. De esta manera, ella tuvo que desarrollar una nueva cualidad: trasformar todas las preguntas para que pudieran ser respondidas con un si o un no.
Cansada y al borde de la desesperanza, la madre cayó. Y cayó profundo. Tropezó con un cuadrado mullido que, una vez descartado el gato, entendió que era uno de esos objetos que habían embrujado a su hijo. Y así como cayó en el medio del living la encontró él a la mañana. Leyendo.
Comentarios
Cuando era más pequeña no quería leer. Mi papá, para incentivarme, me tiró el Quijote versión de lujo con tapa dura por la cabeza.
Desde entonces no he parado de leer.