Camino cinco kilómetros para llegar al único cyber abierto de mi pueblo.
En este momento me odio por hacerme el hippie despojado que reniega de la civilización y se va a vivir a la loma del orto, si lo único que logré es ser más adicto que nunca a sus comodidades.
Es domingo y camino cinco kilómetros hasta el único cyber del pueblo.
Cinco kilómetros rogando que el adolescente que atiende no se haya quedado dormido después del religioso pedo de los sábados. Que la tormenta de anoche no haya cortado los cables de la luz y que Arnet y la puta que te parió tenga un buen día.
Camino cinco kilómetros con Kosovo, mi perro, que me mira, feliz por retomar la tradición dueño pasea perro por el campo. Le sonrío y le acaricio la cabeza.
Llego y está abierto. Hay luz y la conexión funciona bien me dice Sebastián, que destila alcohol. Kosovo me espera, obediente, en la puerta.
Logro ocupar una máquina dos segundos antes de que se llene de pendejos que religiosamente invaden por horas el único cyber del pueblo para jugar por internet.
Paso diez minutos tratando de entrar a Hotmail. Con el Messenger ni intento. Nunca se puede abrir en este cyber.
Abriendo abriendo abriendo abriendo abriendo, me dice.
Lo miro a Kosovo, que me ladra desde la puerta.
Por fin la bandeja de entrada.
Dos spam, cuatro colectivos y ningún mail tuyo.
Cierro todo, pago y me vuelvo los cinco kilómetros pensando que caminaría los ocho mil trescientos sesenta y siete que nos separan para leer un mail tuyo.
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