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Por Sofía Ferrero Cárrega
Desde España
Desde que emigré, mi país se convirtió en la República de Allá.
Hace cuatro años que tomé la decisión de irme a la mierda. Entonces pensaba que cualquier lugar era mejor que allá. Me fui y nunca volví porque por mucho tiempo no sentí deseos ni, mucho menos, necesidad. Hasta anoche para ser exacto. Porque volver a dónde. ¿A ese país expulsivo que después de doscientos años sigue queriendo resolver los mismos problemas elementales, básicos, cual adolescente crónico? No.
Además mis mejores amigos emigraron también (palabra espantosa si las hay) y mi familia es un rejunte de pelotudos y viejos chotos que cada vez que me nombran, se muerden el labio inferior y dicen: ay… el pobre. Lo que me molesta no es el gesto y lo de pobre (hiperbólico eufemismo en el que entra desgraciado, imbécil, irrecuperable, disminuido y sigue), sino lo que no dicen. Lo que queda flotando en el aire, los puntos suspensivos.
En fin.
El tema es que hasta anoche yo estaba bien en la República de Acá. No pensaba en Allá desde hacia un tiempo y estaba tranquilo contenido en esta rutina que tanto me costó lograr. Hasta anoche decía aquí, allí, guapa, coche, guay, caña, refresco, emparedado, maleta, cigarro, camarera.
Pero todo eso hasta anoche.
Mi jefe es un tipo copado dueño del bar donde trabajo hace dos años y medio. Lugar en el que pensaba ahorrar mucho en poco tiempo para llevar a cabo mi maquiavélico plan de conquistar la puta madre patria. Proyecto que se truncó en el momento en el que me ofrecieron ser encargado. La codicia y el confort pudieron más.
Volvamos a mi jefe. Siempre está viajando. Y el destino lo decide según la oferta del momento y desde ahí se mueve. Así que nunca sabemos bien por dónde anda hasta que regresa. Esta vez le tocó Guatemala.
Anoche, minutos antes de cerrar, llegó mi jefe con su infaltable bolsa de consorcio llena de los regalos más ridículos que encuentra en cada lugar. Nos ha traído gorros cowboy de Bolivia, habanos cubanos de Ámsterdam, pulóveres peruanos de la feria de Portugal, un poster de los Simpson del mercado de Bangladesh y un tótem de la fertilidad de un sex shop tailandés.
Abrir esa bolsa es un ritual que consiste en sentarnos en la mesa grande con varias cervezas, prender un pucho y disponernos a escuchar el relato de la travesía mientras nos explica el porqué de cada regalo.
Esta vez la bolsa de Guatemala contenía un licor de naranja y no se qué, propio de no se dónde, revistas en idioma ininteligible, unas remeras que decían Te meto el Machu y te dejo en Ruinas con el paisaje peruano de fondo, y una cajita envuelta en papel de diario.
- Esta es exclusivamente pa´ ti, chaval. ¡Hala! Cierra los ojos y abre la boca. - me dijo mi jefe entusiasmadísimo.
- Si, claro. ¡Vete por ahí!- le respondí.
- ¡Venga, tío! No seas tan desconfiado. Es algo que te va a recordar a tu patria.
- ¿Un niño desnutrido?– le dije
- ¡Venga! - insistió mientras agarraba una servilleta para vendarme los ojos.
Accedí porque lo que tiene de aventurero lo tiene de perseverante.
Sacó el papel de diario, abrió la caja y sentí el ruido de papel metálico rompiéndose. Ciego me iba poniendo cada vez más nervioso ante las exclamaciones de mis compañeros.
- Ahora abre la boca y muerde.
Mis dientes se clavaron en algo duro, seco y dulce. Un poco de chocolate se me pegó en las paletas y tuve que ayudarme con los dedos para limpiarlo.
- ¿Y? ¿reconoces lo que es?- me preguntó
- Creo que si- le dije y me descubrí los ojos.
- Toma. Mira lo que te traje del coño sur.
Me entregó cual tesoro una caja maltratada llena de paquetitos pequeños que decían Alfajores Jorgito, el nombre del alfajor.
Ahí estaban. Los alfajores más feos del mundo. La oveja negra de los alfajores. La vergüenza de los alfajores. Los que te regala la tía rata comprados en la peatonal, los que te dan en el colectivo interurbano.
Y fue esa circunferencia vieja, seca, decadente, barata, la que me trajo la patria de vuelta a mi boca.
- ¿De dónde los sacaste?- dije abrumado.
- Me los vendió un argentino en la frontera. Me dijo que son típicos de tu país y los mejores alfajores. Me parecieron un poco caros pero dije, qué va. ¡Mi chaval se los merece!
Comentarios
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Un beso grande desde la República de Allá.