EL CAMINO DE LA MEMORIA
Habitamos
una memoria compartida. Una memoria que nos construye mientras se
escribe nuestra propia historia y la Historia colectiva. Así, la
historia de un hombre es también la de un pueblo, la de una cultura, la
de un siglo.
Sin
embargo, al aprender esa Historia, la oficial, la mayúscula, de las
hojas se desprenden letras vacías. No hay dimensiones en esos relatos
que explican con cronología los más desastrosos hechos que modifican
vidas, siendo las guerras las más absurdas y sin sentido de todos. Si se
juntan los peores defectos del ser humano y se traducen en actos ahí
está la guerra: testaruda, orgullosa, prejuiciosa, ignorante,
destructiva. Y ahi están también las palabras con sus limitaciones.
Pobres, arbitrarias, escasas, caprichosa. Palabras que cuentan lo que
ellas quieren, que se acumulan o separan según cómo se combinen.
Si de ellas dependiera “Los del Norte, los del Sur”
podría ser la historia de varios países que cual buitres hambrientos se
adscribieron a una batalla que no les pertenecía para recorrer los
pedazos rotos. También podría ser la historia de un país dividido que,
convertido en dos partes incompatibles, se extraña como amantes
separados. Así, las palabras se irían acomodando hasta dar forma a un
poema de añoranza que una mitad de esa Corea le canta a la otra.
Si fuera viento, si fuera aire que lleva el viento.
De ser partícula de polvo que vuela como palabras que lleva el viento.
Si fuera un poco liviana y pudiera ser liviana.
Si fuera ráfaga, fortuna, parte de esta tierra tuya, otrora nuestra.
SI pudiera abrigar tu espalda en los inviernos del olvido.
Si
fuera humo de la hoja seca que calienta la noche que nos separa,
llegaría alto y podría verte mía, la mitad de esto que siempre fuimos.
Si fuera música para tus oídos te murmuraría lo que nadie quiere escuchar.
Que somos uno.
Que siempre hemos sido uno.
Te
quiero viva, te quiero nuestra en esta tierra que no sabe de fronteras,
ridículas líneas que esconde la mezquindad de la palabra falsa.
Ni pueblo ni popular ni mio. Nuestro, neutral.
¡Qué tan difícil verlo desde afuera! aprender, enseñar el corazón partido.
Ni con pena ni con gloria se le da forma a la muerte.
Ni con sangre ni discursos se recuperan los años perdidos.
Mas
esas palabras que dan forma a la Historia nada tienen de azar. Cada una
de ellas, como la guerra, fueron elegidas y planeadas concretamente
para estar en ese lugar. De esta manera, un relato que llama a la
memoria evidencia también el olvido y los huecos que llenan las palabras
muestran ese espacio antes vacío. Sin embargo, nos queda un sitio de
libertad donde poder elegir qué palabras usar: el relato de una
experiencia nos permite ir descubriendo, conquistando los lugares
deshabitados y casi desmemoriados.
El
valor de esta obra deriva, precisamente, de que el texto de Lee Ho-chul
se mueve en este arduo terreno de la memoria particular y compartida.
Porque el autor no tiene la intención de relatar hechos importantes de
lo que fue la Guerra de Corea (es decir, de aportar a la Historia) sino
de su experiencia durante esos días. Y aunque no sea el primero en
hablar en primera persona de vivencias contextualizadas por un hecho
histórico, esta decisión modifica por completo la experiencia de su
lectura. Ya que cuando se abre este libro algunas imágenes toman relieve
como esos textos para niños que entre página y página tienen un
castillo que desborda la hoja y sobresale del libro. Y frases hermosas
nos sorprenden en el medio de una guerra.
LA VUELTA A CASA
Lee
Ho-chul considera este libro como su vuelta a casa. Un camino retórico
que construyen las palabras que lo llevan a su hogar. Un hogar al que es
posible volver cuando se tiene claridad sobre lo que se ha vivido. Este
camino comienza a demarcarse cuando, a medida que avanza el relato, la
voz del autor va haciendo un proceso que comienza marcando las
diferencias entre unos y otros (la naturalidad del coreano del sur, el neutral -pag 138-/ la mentalidad medieval del campesino del norte -pag 92-) y culmina cuando, al quitar esas capas de ideología, quedan dos personas, dos hermanos coreanos peleándose a muerte.
“Antes
de que me convirtiera en un prisionero de guerra y él en un
interrogador, ambos habíamos sido estudiantes de las dos Coreas. (...)
No obstante, el joven del Sur capitalista tenía el mismo espíritu de la
gente de mi pueblo (...) el oficial del sur sentía la originalidad del
auténtico pueblo coreano. (...) A veces me pregunto, por qué hacemos
esto. ¡Qué estamos haciendo! Todo me parece irracional, una total locura
estúpida y absurda. (pag 139)
Las
palabras, con toda su arbitrariedad y desfachatez, a veces, como en
este caso, cumplen la función de alas que permiten llegar a sitios a los
que en la vida real no es posible ir.
Lee
Ho-chul ha expresado en varias ocasiones su nostalgia y añoranza por
esa ciudad natal a la que no pudo volver, esos amigos que no volvió a
abrazar, por esa familia que nunca más vio. Sin embargo, el libro deja
una calma sensación de paz, de cosa hecha y de reconciliación.
¡Sigamos
escribiendo, entonces! Primero por nosotros mismos y después a modo de
abrazo y unión, ya que por fortuna las palabras no respetan fronteras.
Sofía Ferrero Cárrega
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